La Palabra, esa desconocida
Julia KRISTEVA, Hiver
1997, “La Parole, cette inconnue”, L’infini, nº 60, Editions Gallimard,
p. 37-42. Traducción al español: ©2022, Carlos
Alvarado-Larroucau
¿Somos todavía una
civilización del verbo? ¿Somos todavía aptos para revivir con una palabra de
amor, a curar de palabra en una terapia o en la fe, para cambiar el curso de la
historia por medio de los discursos de una asamblea? Por otro lado ¿es necesaria?
¿El hombre moderno de las “internets” y de los “shows” tiene necesidad de esa
palabra? ¿No se contenta con una palabra hecha para los balances? ¿No se jacta
de formulas que permiten medir el espacio cósmico y de prever las tasas de
crecimiento en el año 3000; de palabras claves de seguridad que activan las
autopistas multimedia y la jerga de esos jefes contadores que nos gobiernan
hoy? Bueno, hay palabra y palabra, no se
los haré decir… Nada condena a priori la palabra viva a la nostalgia y a
los impulsos arcaicos. Y no está absolutamente excluido que una conversación
por e-mail pueda ser tan poética como una confidencia sensual puntuada de
silencio y del roce de la arena al borde del agua. Pero entonces ¿Cómo? ¿Qué
palabra? ¿Cuáles palabras?
Viva porque rebelde
Seres hablantes, tenemos
tendencia a asimilar la condición humana a la facultad de hablar. Olvidamos que
la palabra es una adquisición, que está en exceso por encima de nuestra
existencia natural. Además, en estos tiempos de pensamiento único que sería más
bien cálculo único, preferimos desdeñar una inquietud taimada y sin embargo
amenazante: ¿la palabra habla todavía?
¿Recuerda ella su origen y sus insurrecciones? ¿O bien se contenta con
alinear signos y dominar argumentos?
Hablar de la palabra
puede ser tan incongruente como orquestar el silencio. Sin embargo, la palabra
sobre la palabra - Actitud de maestría y de disección - acompaña al ser
hablante desde su nacimiento: Las huellas sobre los muros de las cuevas
prehistóricas son también meditaciones sobre el sentido emitido y comunicado;
las primeras escrituras, así como los primeros alfabetos, permanecen como
monumentos de sabiduría lingüística.
Tan lejos como puedo
recordar, me siento a la vez llamada por la palabra y sorprendida por ella: atraída
por su secreto llamado, escucho sin embargo su pregunta ¿Podemos sorprendernos
de otra cosa? ¿Cómo sustituir esta pregunta con otras interrogaciones?
La palabra viva vive en
la amplitud de un espacio -sensaciones profusas que convocan e intiman un
recogimiento. Entre las palabras y las cosas -ni ser ni vacío, pero ambos a la
vez- la palabra viva es mi psicosis sublimada, mi [... ¿relación?] con el cosmos
y los otros.
La palabra viva se
subleva en la duración de sus silencios, escuchas y respuestas; ella se
repliega sobre si misma, se pierde en la carne de las vocales, en los huesos de
las consonantes, en la razón y los cantos de la sintaxis, y vuelve, hierro
candente del tiempo perdido, búsqueda física del espíritu.
Las palabras de mi lengua
materna me han parecido siempre más que naturales -sorprendentes, radiantes,
problemáticas: Saussure dice “arbitrarias”; de niña decía: “mágicas”.
Compactas, unidas, netas como afectadas por lo prohibido: “No se ve…
seguramente una palabra si no desde el afuera, en donde estamos; es decir desde
el extranjero” (Mallarmé). Pero también maleables, abrasadas, amenazadas por un
perpetuo Pentecostés: “Las palabras por si mismas, se exaltan en numerosas
facetas… centro del suspenso vibratorio … siendo lo que no se dice del
discurso…” (nuevamente Mallarmé). ¿Es el
sentimiento de abrigar en la intimidad del lenguaje un tesoro recogido que me
impulsó a buscarlos en otras lenguas, a domesticarlos, a analizarlos? Zenón de
Cittium, el primer semiótico, que viene justo luego de Platón el dialéctico y
Aristóteles el lógico, fue un extranjero.
Que el lenguaje sea un
triunfo doloroso por sobre las cosas me pareció siempre evidente: trama de
diferencias, es imposible que la diferencia no sea la huella de un desarraigo
entre las cosas y las palabras precisamente, el yo y el otro, el hombre y el
cosmos, porque al fin un mundo y un dialogo puedan advenir en la palabra –
Tensión unitaria. La frecuentación de poetas, el nacimiento de mi hijo, el
aprendizaje del lenguaje por los niños y mi escucha de los analizantes debían
confirmarme que la joya de la palabra resplandece de fracturas.
Si “al principio era el
verbo”, como lo dice majestuosamente el evangelio, si “la palabra da el ser”
como lo anuncia Heidegger ¿Qué queda del Verbo, y del Ser y, más humildemente,
de la palabra cuando el mundo se deja reabsorber por las apariencias engañosas,
más o menos espectaculares y corruptibles, y que los discursos rivalizan con la
eficacidad de las calculadoras? ¿Adónde fue a parar la palabra viva?
Metalenguaje y Metafísica
La poesía, la filosofía
presocrática y esos que escuchan su cuestionamiento se mantienen sobre la
cresta en donde eclosiona la palabra viva: entre las palabras y las cosas, el
mismo y el otro, la evidencia y el secreto. De esta palabra de la palabra se
desprendió sin embargo otra palabra, que pretende medirla, domarla y
programarla: una palabra sobre la palabra, un metalenguaje, el desciframiento
del lenguaje y la ciencia lingüística. Presencia latente en la palabra viva en
si misma, este conocimiento del lenguaje llega a despejar rápidamente, desde la
antigüedad griega, sus universales fonéticos, lexicales, gramaticales, lógicos,
así como sus reglas. Sean cuales sean los refinamientos modernos que les
agregan los trabajos actuales, el examen crítico constata sin dificultad que no
derogan fundamentalmente en esas mensuraciones ancestrales. “Lengua”,
“discurso”, “palabra”, “enunciado”, “enunciación”, “significante/significado”,
“performance/competencia” – variamos las herramientas y las terminologías para
centrar mejor los elementos y los procesos de construcción de sentido, y el lugar
del sujeto hablante en ella. Dicho así, el termino “palabra” se especifica para
indicar el ejercicio individual del sistema de la lengua: “Nada entra en la
lengua sin haber sido probado en la palabra, y todos los fenómenos evolutivos
tienen su raíz en la esfera del individuo”, piensa Saussure. Pero nosotros no
alteramos radicalmente la razón lingüística de nuestros ancestros fundadores de
la metafísica.
La incautación técnica
del lenguaje conoció empero, en la época moderna, una prodigiosa amplitud que
se ha confundido, erróneamente, con una apropiación imperialista de la
racionalidad lingüística por sobre las sutiles aventuras del sentido humano.
Las ciencias humanas, comenzando por el proyecto estructuralista de incluir los
mitos y los sistemas de parentesco en las grillas binarias de la fonología, y
hasta la expansión semiológica que ha creído poder analizar la literatura, la
pintura, el cine o la música como otros tantos “lenguajes”, han utilizado los
modelos lingüísticos como técnicas interpretativas de las diversas prácticas
humanas, devenidas desde entonces en “prácticas significantes”.
Una eclosión de la
curiosidad lingüística
¿Sumisión del sentido a
la techné? No realmente. Para nada. Primero, nuestra afirmación según la
cual la literatura es un lenguaje no fue ni una banalidad ni un reduccionismo
pusilánime. Se trataba de abrir, contra la literatura-sociología y contra la
literatura-psicología, la alquimia del verbo como verdadera fuente o germen, se
arruina y renace la ficción. Los excesos cientificistas no han faltado en esta
vía. A menudo fueron compensados por pruebas y aberturas inesperadas. Así, un
tal modelo extraído de la lingüística, para ser aplicado al cuerpo de la
literatura, ha exigido inmediatamente motivaciones: ¿en qué historia,
para qué sujeto? La supuesta extraterritorialidad de las ciencias humanas se ha
visto alterada por una interpretación histórica o de historial, así como por
una arqueología de la subjetividad: La palabra se hizo entonces histórica y
subjetiva. Pero también, y a la inversa,
la “historia” y el “sujeto” fueron desplazados de su neutralidad metafísica, se
comenzó a entenderlos como formaciones indisociables de las lógicas del decir.
No hemos todavía medido las alteraciones de esas racionalidades
compartimentadas en disciplinas autónomas que ha aportado la aventura
semiológica, de tanto que los repliegues defensivos se reforman presentemente,
en política como en el ámbito del conocimiento. Más aún, es la racionalización
del lenguaje heredada de la metafísica griega que fue subrepticiamente
cuestionada por esta eclosión de la curiosidad lingüística. Atentos a la
gramática de Panini y al sabor del Sphota indio, atraídos por el tao
chino en que el sentido se abre camino en el gesto y el cosmos, sin por ello
olvidar la melodía, nuestra escucha de la palabra se ha vuelto desde entonces
menos occidental, más polifónica.
El descentramiento
Parte interesada en ese
descentramiento, el psicoanálisis freudiano sacó partido de ello. Que la
palabra pueda curar porque ella devela verdades inconscientes reprimidas, Freud
lo sostuvo para fundar allí el psicoanálisis, inscribiendo en la anunciación el
latido de la pulsión, en las inmediaciones de la biología y de la filogénesis. Fuese o no estructurado como lenguaje, el
inconsciente apareció bajo la luz de la aventura semiológica como fatalmente
tributario del discurso del sujeto, a condición de percibir en él múltiples
lógicas, figuras fuera de la lengua, irreductibles a la dominación de la ratio
consciente. Más que una palabra, palabras, y una puesta en
proceso del ser mismo del sujeto hablante, y este en el centro mismo del
universo estandarizado por los mercados y el espectáculo. Lejos de ser la
hermana menor de la imagen triunfante ¿la experiencia de la palabra sería ella
misma la vía real de nuestras subjetividades descentradas en eterno regreso
hacia y contra nuestra provisoria unidad? Miserias y grandezas del hombre
sublevado, si y solamente él habla y se escucha hablar.
¿Nuevo materialismo?
Oso
decirlo y sopeso mis palabras: de ahora en más, nosotros hemos alcanzado un
umbral en la experiencia de la palabra, que no ignora nada de la solemnidad del
Verbo y sin embargo no se calma ni en la gracia de su recogimiento, ni en su
reconciliación con el Uno.
“Nuestro
dios Logos”, como lo escribe Freud, no es ni Uno ni solamente sereno. Rota,
polifónica, polivalente, dispersada, extranjera para ella misma, furiosa y
feliz en la inteligencia de su heterogeneidad, en las fronteras de la biología
y del Ser, la palabra viva que no ignora nada de sus lógicas paradójicas nos
aparece como la única realización del materialismo. Demócrito y Epicúreo lo
visionaban excavando en las identidades de la metafísica y sus categorías
lingüísticas, los “átomos”, con sus clinamen y sus chora -espacio
arcaico, “esquema” kantiano, anteriores al “nombre” y al “padre”. Lucrecia y
luego Diderot y las sensualidades que se dicen “vulgares” no cesan de soñar por
nosotros ese camino: pero muchos de esos materialistas se complacen en sombras
simétricas de la metafísica, cuando no se embelesan en el no-ser del sentido,
para reivindicar el espesor reafirmante de la sustancia, esta inextinguible
deuda con la Mater. La doble escena freudiana, la heterogeneidad de la
palabra inconsciente (sentido/pulsión), la co-presencia de la sexualidad y del
pensamiento en la experiencia psicoanalítica son probablemente la única novedad
que la modernidad supo aportar a la palabra desde los inicios del pensamiento
occidental, en contrapunto con la herencia clásica. De manera más pragmática,
esta materialidad dinámica de la palabra es el único antídoto serio contra las
nuevas enfermedades el alma que nos amenazan, cuando se reduce el espacio
psíquico (el espacio de la palabra) y que nos sumergen las enfermedades
psicosomáticas, las drogas, los pasajes al acto, los vandalismos…
La
experiencia poética de la palabra, por su parte, la había simplemente,
públicamente preparado. Muy antes que Freud y Heidegger, la literatura, que no
se interrumpe jamás como poesía, sabía que la palabra-sentido es también una
palabra-fuerza que desborda el sujeto: “Las palabras son siempre una fuerza que
se busca fuera de uno” (Stendhal). La literatura sabía que la palabra empobrece
sensaciones, pero también las vuelve posibles prolongándolas: “la palabra es un
laminador que alarga siempre los sentimientos” (Flaubert). Que la pasión
dramática, que deshace los discursos, inevitablemente depende de ella: “Para
nosotros, en el teatro, la Palabra es todo, y no hay posibilidad fuera de ella”
(Artaud). Pero que las palabras son también facticias, falso espectáculo contra
el cual no nos queda que a insurreccionarnos sin tregua: “Una sola salida:
hablar contra las palabras. Arrastrarlas con uno hasta la vergüenza a la que
ellas nos conducen, de tal suerte que ellas, allí se desfiguren” (Ponge).
El
sujeto hablante: extranjero y polimorfo
Más
que nunca en la historia, tenemos hoy a nuestra disposición la diversidad de
esas experiencias vivificantes de la palabra. Puesto que la modernidad que
calcula y frena el decir nos da también acceso a una memoria sin precedente.
Nos toca escucharla, hacerla hablar: de nuevo y de otro modo. ¿Quién, nosotros?
El telespectador condenado a hacer zapping conoce que posee un lugar
privilegiado de revuelta y de resurrección: es la palabra, que despierta la
imagen y enciende el tiempo sensible. Porque él se reanima en la pulsión sexual
y biológica, porque está potencialmente perdiendo identidad, a la escucha de la
otra lengua en sí y de otras lenguas de extranjeros inconmensurables, que se
vuelven cada vez más sus semejantes, sus hermanos, el sujeto moderno de sus
palabras susurrantes es un sujeto irreconciliado. Ser polimorfo a la
búsqueda de una moral que todavía no tiene nombre pero que reclama la dignidad
de los disfrutes singulares, de las palabras intimas. “Es una buena huelga, me
decía una paciente en 1995, pero ella no encontró sus palabras.” Nosotros
estamos en eso: una subjetividad está en curso, que busca su palabra.
Una cierta política de la
palabra: Francia
Con su cultura soldada,
su cultura razonante, Francia ha sin embargo sabido siempre que la pasión es el
alma de la palabra. De Rabelais, que hace aterrizar el contrato aristocrático
en el apetito del deseo postulando que “dar palabra es un acto amoroso”, a
Bossuet, que desafía la muerte transmutándola en retórica (“Entro a la vida con
la ley de allí salir, vengo a hacer mi personaje, vengo a mostrarme como los
otros; luego habrá que desaparecer”), y hasta La Bruyère, que descifra en la
conversación un arte militar (“Hay más riesgo que en cualquier otro lugar, pero
la fortuna es en ella más rápida”): Francia hizo de la palabra la esencia de…
la política. Una mayoría de locutores -eso que se conoce como una comunidad
nacional- ha obtenido en Francia un resultado excepcional: la palabra hablante
de los seres hablantes a develado el tenor sexual, vale decir a la vez
ferozmente singular y absolutamente comunitaria del contrato humano, que es un
contrato de sentido. La corte real, las clases cristianas, la intransigente
cultura popular, el ágora de la Revolución, la escuela y la administración republicanas
han preparado, luego consolidado esta realización del ser humano como ser político
que es un sujeto hablante francés. El Logos griego a encontrado, bajo el bello
sol de Francia, además una destilación de su esencia metafísica (en la cual se distingue
el genio alemán), su pleno despliegue político. Yo entiendo por ser político de
la palabra esta prestancia estilística que se cultiva junto a sus vecinos, el
cuidado que se pone en la conversación en la cena o con la panadera, así como
la alegría de la palabra justa que pega en el blanco - ¡para bien o para mal! -
y sabe convencer mejor de lo que pudieran hacerlo todos los programas
políticos, cuando un excelente orador se apodera de una mala ideología. Más que
en cualquier otro país, el arte de la palabra es magistral en Francia, es el
talento por excelencia, y es por el arte de las palabras que se reina sobre los
ciudadanos. Las ideas siguen, a veces.
Henos aquí llegados a la frontera
entre el poder y la futilidad de la palabra. Esta ambigüedad alimenta el debate
social, tanto como puede llevarlo a la inconsistencia, y hacer cambiar el aura política
a descredito de la democracia – la historia reciente de Francia lo prueba. En
esas situaciones de depresión nacional como esta que conocemos actualmente ¿debemos
contentarnos con recurrir a la acción masculina (macho) y condenar la fácil o
hembra palabra?
Burlarse discretamente de
la palabra, sobre todo de la palabra política – siempre madura para corromperse
en propaganda -, sigue siendo un arma francesa que preserva de entusiasmos, sin
por ello negar esta fuerza que se busca fuera de sí: “yo hablo. Es necesario.
La acción pone las pasiones en marcha. Pero es la palabra lo que las suscita”,
escribía de Gaulle, uno de los pocos en este siglo que fue capaz de conciliar la
llamada pasión (ardor) con ese desprendimiento moral que insufla el desengaño
de la retórica.
Por que las palabras no
son cosas, como lo pretenden el sufrimiento psicoanalítico y la brutalidad de
los dictadores. Ni siquiera las palabras sirven para calcular las cosas, como
lo pretende la dominación obsesiva del nuevo orden mundial. En la soledad de la
poesía, por esas raras gracias de la transferencia psicoanalítica, mezclada a
las seducciones y a las ejecuciones del cual vive el lazo político – pero ustedes
agregaran a esas situaciones, todas aquellas que os conducen al final de la
noche, allí donde la palabra se repliega sobre la palabra para hacer escuchar en
eso el tiempo sensible-, la palabra sigue siendo nuestra desconocida. Así
solamente ella se anuncia como una experiencia que puede regresarnos a la vida.
Una tal palabra puede todavía salvarnos. Ella tiene todo su tiempo para sí. Escuchémosla.
Julia Kristeva, abril de
1997
Traducciòn: ©2022, Carlos
Alvarado-Larroucau, chercheur.
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