EL POETA ENTRE LAS RUINAS

Carlos Alvarado en las Ruinas de Montfort-L'Amaury. Cerca de París, 2005.
Ruinas cantadas por Victor Hugo cuando pasó allí los primeros días de octubre de 1825, en su poema "Aux Ruines de Montfort-L'Amaury".


Alejad de vuestros muros a aquellos que su derribo divierte.
Dejad, solo al poeta conducir allí su musa.

"Aux ruines de Montfort L'Amaury" Victor Hugo




A Tucumán, que anda queriendo vender sus edificios históricos.

El poeta entre las ruinas


“Los pueblos que olvidan sus tradiciones
pierden la conciencia de sus destinos”
Nicolás Avellaneda

“Aparte de las bellezas naturales, [...] otro atractivo tiene Tucumán [...] Es suelo histórico.

En todas partes advierto testigos valiosos de épocas pasadas, sembrados entre las manifestaciones de un sólido bienestar moderno”

Ada Elflein

“Desgraciado el hijo de América que ponga los pies en el suelo de Carabobo, Chacabuco y Tucumán y no sepa donde está...”

Juan Montalvo


Soñé que estaba solo en medio de mil columnas, altas como el cielo. Buscaba inquieto una huella humana pues mi soledad me asustaba. Había un palacio sin domo, un palacio abandonado. Reconocí las ruinas como así también la escritura casi erosionada sobre las paredes. En esas viejas piedras reconocí mi lengua, mi historia y la de mi tierra y me sentí un poco más seguro.
Una corriente de aire erizaba mis cabellos... y escuché una risa entrecortada... risa de mujeres que detrás de los restos de muros se multiplicaban. A pesar del paisaje, un tanto crepuscular, no tuve miedo, al contrario. Era una risa de mujeres, tranquilizadora. Me sentí entre mis hermanas y mis madres, como si estuviera en casa, por primera vez luego de tanto tiempo. Me sentí como aquel que desterrado, muy a su pesar, exiliado en un país desconocido, de repente regresa, ligero y en busca de redención. Busqué esa risa única y múltiple... ellas jugaban conmigo, ora ocultándose, ora exponiéndose, jugando como lo hacíamos mis hermanas y yo cuando eramos pequeños. Un frufrú de lino blanco, puro y transparente en un campo de espigas, escuché, el crujido de sus vestidos plisados... la agitación del lino fino almidonado...
Ellas corrían detrás de una vaca de lustroso pelaje y yo detrás de ellas. La vaca grávida tenia las orejas grandes y colgantes. El animal me fijaba con una expresión de risa. Mis hermanas danzaban a la luz del trigo. Y reí… con una risa salida del fondo de mis entrañas... y exploté en risa... poderosa. Me sentí verdaderamente triunfante... hombre pleno y por esta única vez “inmortal”.


Y me quedé pensando en esas ruinas de mi sueño. Y me pregunté ¿qué sería de Atenas sin la Acrópolis, de Venecia sin el palacio de los Dogos, de Tebas sin el templo de Karnak, del valle de la Arabá sin Petra, de París sin las termas de Cluny, o de Chichen Itzá sin sus misteriosos Chac Mool, del Tihauanaco sin la Puerta del Sol?

Y ¿qué sería de nosotros sin las ruinas de los amores idos o de nuestra entereza sin los escombros de nuesta memoria?

¿Qué sería de Tucumán sin el sol, la lluvia y la salvaje vegetación... Y de mi Tucumán cuando quede sin naranjos, y de los de mis recuerdos sin el perfume de sus azahares. Cuando cada esquina se desfigure y las calles que tiemblan pierdan sus empedrados; cuando las casas se queden secas, sin palmeras, sin zaguanes ni galerías?

Una siesta sin moreras donde lloran las juanitas, una siesta sin chicharras ni ventiladores habrá perdido el encanto moroso de los días.

Si se van las casas y se derrumban los edificios, los parques se pondrán tristones. Los viejos no reconocerán las huellas de sus pasos y los niños no encontrarán refugio a la sombra de los frutales. Las mujeres ya no reclianarán sus brazos en los balcones, haciendo suspirar a sus enamorados. Las celosías seguirán por siempre cerradas, para que no entren los ladrones, ni el olvido, y ni siquiera el sol.
Si ellos, los arbitristas, matan el encanto de mi Tucumán, en donde brotan del suelo cantores, como flores entre las grietas de la tierra; entonces se morirán los poetas aun antes de haberlo sido.

El que escribe no le teme a las estructuras que la gente derrumba, porque pinta entero su paisaje y así lo recuerda. Lo que teme es que otros no lleguen a oler el perfume de las cosas. Muchos son insensibles a todo aquello que conmueve a un poeta pero esto a él no le hace mella. Que una rosa no turbe el sueño de ciertos hombres no le preocupa, lo que verdaderamente le angustia es que una mano negra restruje los pétalos con saña para que ya nadie los vea.

Pero hay quienes, como que quien escribe, ciertas veces celebran la demolición de viejos edificios que representan las estructuras rígidas en ciertas cabezas. Y gritan entonces junto al pueblo: ¡Abajo, con esos muros que separan a los hermanos! ¡Abajo, con las prisiones que encarcelan a quienes no callan atropellos! ¡Derriben las bibliotecas en las que leen sólo los elegidos! Ellos festejan que se destruyan los parajes donde supo enseñorearse el odio y la perfídia. Ellos aplauden cuando se remplazan los escombros de las guerras y se reconstruyen los templos sagrados de la vida. Así pues son ambas cosas: los guardianes de las ruinas y también las trompetas de Jericó.

Tal vez ahora, como en mi sueño, haya llegado el tiempo de reirnos, reirnos en la cara de aquellos que desestiman las ruinas y los viejos edificios. Una estruendosa risa, de viejos, de hembras, de hombres y de niños, tal vez esa risa sea necesaria para que caigan los muros de la idiotez humana, para que los incompetentes ladrones de la historia se caigan de antarcas en sus sillas.

Riamos para contruir nuevos puentes y para que de las vertientes siga gritando a borbotones, plateada, la alegría de la vida. Para que broten trigales entre las ruinas y manzanillas entre las lápidas y finalmente, riéndo, brasemos felices en la oleada de los verdes cañaverales.

© Carlos Alvarado, Febrero 2008.



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